Por LEONEL FERNANDEZ
Desde la época en que J.K. Rowling, la célebre escritora británica, publicase una serie de novelas fantásticas sobre la vida de Harry Potter, el niño aprendiz de magia y hechicería, nada parecido había ocurrido en el mundo editorial.
Sólo bastó que el pasado 3 de enero, la revista New York publicase un extracto del libro del reconocido periodista norteamericano Michael Wolff, Fire and Fury: Inside the Trump White House (Fuego y Furia en la Casa Blanca de Trump), para que inmediatamente las solicitudes de compra lo convirtiesen en el principal bestseller del momento.
El solo anuncio de su publicación irritó tanto a la Casa Blanca, que la vocera oficial del gobierno, Sarah Huckabee Sanders, rápidamente lo descalificó como una ®basura de ficción®; y que Charles Harder, abogado del presidente Donald Trump le enviase una carta al autor y a la casa editora, indicándoles que desistieran de su publicación, bajo la amenaza de proceder con una demanda por difamación e injuria.
La reacción, sin embargo, fue contraria a la esperada. En lugar de acoger la petición de suspensión de la publicación, la casa editora adelantó la fecha de salida del libro. En menos de 48 horas ya había vendido un millón de ejemplares.
Según el autor, su objetivo al escribirlo era, en primer término, poner de relieve que “con la toma de posesión de Donald Trump el 20 de enero del 2017, los Estados Unidos entraron en el ojo de la más extraordinaria tormenta política desde Watergate”; segundo, exponer acerca de los conflictos internos, o luchas de poder, suscitados entre altos funcionarios de la Casa Blanca; y tercero, referirse a las expresiones denigrantes realizadas por Steve Bannon, quien fuera jefe de estrategia del gobierno estadounidense, en relación a los miembros de la familia presidencial.
No pensaban ganar
Lo primero que empieza por exponer en su controversial libro, Michael Wolff, quien además es un destacado columnista de las revistas Vanity Fair y The Hollywood Reporter, así como autor de varios libros, es que nadie esperaba en el equipo de campaña electoral del candidato del Partido Republicano, ganar las elecciones.
De acuerdo con los comentarios recogidos, ni siquiera el propio Donald Trump creía que se podía alcanzar el triunfo electoral. En vista de eso, para el magnate de las propiedades inmobiliarias, lo más importante, entonces, era “ser el hombre más famoso del mundo.” De esa manera, saldría del proceso electoral con su marca más fortalecida e innumerables nuevas oportunidades de negocios.
Como prueba de que no se podría triunfar, había el hecho de quejas permanentes, hasta del propio candidato con el funcionamiento de su equipo de campaña electoral. Para Donald Trump, todos sus integrantes no eran más que unos ineptos. Nadie servía para nada.
De hecho, a tan solo cinco meses de la celebración del torneo electoral, en junio del 2016, despidió a su primer jefe de campaña, Corey Lawandowski, a quien calificó de torpe e incompetente.
Luego vino Paul Manafort, en estos momentos bajo investigación judicial, quien sólo pudo permanecer dos meses como encargado de la campaña, hasta agosto, cuando solo faltaban menos de 90 días para que los ciudadanos acudieran a los centros de votación.
A esa altura del certamen electoral, Hillary Clinton, la candidata del Partido Demócrata, llevaba una ventaja entre 12 y 17 puntos por encima del candidato republicano. Entonces se creía que sólo un milagro podía revertir esa tendencia.
Fue en ese momento de penumbras que se presentaron ante el candidato Donald Trump, Robert Mercer, un billonario de extrema derecha, y su hija, Rebekah, quienes decidieron, junto a otros asociados, también multimillonarios, financiar y hacerse cargo del resto de la campaña de Trump.
La primera reacción del candidato republicano, según refiere Michael Wolff, fue de asombro. No podía comprender como alguien podría comprometer sus recursos en favor de una causa que se encontraba por completo perdida.
La única condición, sin embargo, sugerida por Robert Mercer y su hija, y aceptada por Donald Trump, fue que se integrasen a la dirección de la campaña dos figuras claves de su emporio: Steve Bannon y Kellyanne Conway.
Conway, al asumir la dirección de la campaña, no advirtió posibilidades de triunfo. Por el contrario, estaba convencida de que Donald Trump perdería las elecciones.
No así Steve Bannon, quien provenía de la dirección de la publicación digital de la extrema derecha, Breitbart News. Este mantuvo el criterio de que a pesar de las dificultades y la falta de organización que la campaña había experimentado, Trump saldría airoso de su combate electoral.
Las dramáticas revelaciones sobre el trato impropio de Trump con las mujeres parecían haber sepultado definitivamente las aspiraciones electorales del exitoso empresario de la construcción.
Sin embargo, logró sobrevivir; y de manera casual la campaña empezó a dar un giro radical en su favor cuando el director del FBI, James Comey, informó que se reabría la investigación en relación a los correos electrónicos en contra de la candidata demócrata, Hillary Clinton.
Todavía, el mismo día de las elecciones, 8 de noviembre, al iniciarse el conteo de los votos, no había un ambiente triunfal entre los partidarios del candidato republicano.
La victoria fue tan inesperada que se cuenta que Donald Trump hijo le comentó a un amigo que su padre, Donald Trump, estaba tan sorprendido con su triunfo que parecía “como si hubiese visto un fantasma.”
Conflictos e intrigas
Steve Bannon hablaba con tanta certeza acerca de un seguro triunfo de Trump en las urnas, que éste llegó a considerar que tal vez su promotor de campaña tuviese poderes místicos, lo cual lo hacía prácticamente indispensable para el gobierno que se iniciaba.
Pero no era así. Bannon no sólo no tenía poderes místicos, sino que hasta carecía de experiencia política. Nunca había dirigido una campaña electoral ni había ejercido función pública alguna. Lo único que ofrecía era una visión apocalíptica que se sustentaba en la convicción de que la sociedad norteamericana estaba escindida en dos sectores irreconciliables: globalistas liberales y nacionalistas populistas conservadores.
El problema es que según los testimonios recogidos por Michael Wolff en su libro, la selección de Steve Bannon como jefe de Estrategia y asesor presidencial fue, tal vez, la peor que pudo haber hecho Donald Trump.
Bannon, para quienes le conocían en sus múltiples facetas, si bien es un hombre culto e inteligente, resultaba, al mismo tiempo, dogmático, petulante y hasta antisocial.
Su actitud fanatizada y explosiva llegó a niveles tales, que se le considera como una especie de granada humana; y se afirma que si hay fuego en algún lugar, lo más probable es que le encuentren los fósforos en las manos.
Con una personalidad tan alucinante en una función de tanta autoridad, era lógico suponer que el gobierno del presidente Donald Trump encontraría serios conflictos internos.
Al mismo tiempo, según refiere Wolff, había mucho pesimismo entre el personal de la Casa Blanca, acerca del buen funcionamiento del gobierno. Para darse ánimo, se decían entre sí: “Haremos que esto funcione.” “Esto va a funcionar.”
La razón de esa inquietud se debía a que desde los días inmediatos al triunfo electoral, se había estado tejiendo la especie de una posible interferencia de Rusia en los resultados del certamen.
Pero, en adición, estaba la percepción que de manera generalizada se había ido creando en torno a la personalidad del nuevo presidente. Se le veía como emotivo e impulsivo. De que no tenía hábito de lectura. De que su nivel de concentración era bajo; y de que no escuchaba ni prestaba atención.
En medio de ese vacío, Steve Bannon quiso apoderarse e imponer la agenda presidencial, lo cual le generó, desde un principio, serias dificultades con el jefe de gabinete, Reince Priebus, quien había sido colocado en esa función para servir de enlace con los líderes republicanos del Congreso.
Más aún, Bannon entró en conflicto con Jared Kushner e Ivanka Trump, yerno e hija del presidente Donald Trump, lo cual, por supuesto, por el vínculo familiar, tenía otra connotación.
Para dirimir esos conflictos, cada una de las partes aspiraba a derribar a la otra filtrando información a los medios de comunicación que estimaba podrían perjudicarles.
La caída del jefe de gabinete
Como resultado de esas pugnas, el jefe de gabinete fue despedido. El vocero de gobierno renunció. Un nuevo jefe de comunicación duró tan solo una semana en su cargo; y la Casa Blanca se sumía, como nunca antes, en medio del caos y el desorden.
Para debilitar a sus rivales internos y continuar imponiendo su agenda de división y confrontación, Steve Bannon continuó en su campaña de proveer, en forma secreta, información a los medios de comunicación.
Pero fue tan obstinado en sus propósitos y tan siniestro en sus planes, que traspasó los límites de la prudencia y de la lealtad; y por esa razón, inevitablemente, fue separado, en agosto del año pasado, de las funciones gubernamentales que se les habían conferido.
Ahora, ya fuera de funciones, aparecen nuevas declaraciones suyas, recogidas en el libro de Michael Wolff. Esas declaraciones, ciertas o falsas, son tan escalofriantes y comprometedoras que han estremecido a la Casa Blanca.